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miércoles, 2 de diciembre de 2015

La ley del menor. Ian McEwan. Anagrama. 2015. Reseña





     Me fascina la enorme facilidad con la que determinados autores son capaces de contar varias historias diferentes dentro de una misma novela sin que ninguna de ellas te haga desconectar un poco respecto a la que, por el motivo que sea, te atrae más. Ian McEwan es uno de esos autores a los que me refiero. Si hace un mes ya me atrapó con Chesil Beach, ahora ya no pienso oponer la más mínima resistencia a leer cada una de sus obras que vaya cayendo en mis manos en el futuro. La ley del menor mejora, todavía más, la percepción que de él alcancé tras leer la anterior obra. Quizás no llega a la altura literaria de John Williams, mi autor extranjero preferido, pero creo que es uno de los que más se le acercan. Sin duda.

     Una de las claves de que McEwan me guste es, aparte de su indudable audacia a la hora de escribir, que plantea en sus obras temas que, ya de entrada, nos golpean y nos predisponen a leerla. En este caso, la protagonista de la novela, la jueza Fiona Maye, debe decidir sobre la vida de Adam Henry, un menor - le faltan tres meses para cumplir los dieciocho- que se opone a una transfusión de sangre que podría curar su leucemia. El motivo: es Testigo de Jehová. El dilema moral que se le plantea a Fiona es de órdago: respetar las creencias religiosas de Adam o mantener su seguridad personal por encima de sus creencias. La verdad: no quisiera verme nunca en una situación así.

     He comentado al principio que McEwan es un artista a la hora de enlazar las diferentes historias que componen sus novelas. Pues bien. Para completar el difícil cuadro que debe afrontar la jueza, su marido le acaba de presentar una propuesta: dado que ambos rondan los sesenta años de edad y llevan más de siete semanas sin mantener relaciones sexuales -algo que parece no importar a su mujer, pero sí a él- ha decidido mantener una relación pasional con una joven de veintiocho, de profesión estadística y de nombre Melanie, antes de que sea demasiado tarde.

     Como es de comprender, una propuesta así planteada es difícil de aceptar. Máxime cuando lo que busca Jack no es separarse o divorciarse sino simplemente informar a su mujer de una decisión que no tiene nada que ver con el amor que por ella dice mantener todavía, sino con el hecho de estar viendo pasar ante sí el último tren de pasión y lujuria desenfrenada. Un tren que no quiere perder. Aunque tampoco quiere perder a su mujer. Otro dilema complicado que debe resolverse. Otro que -creo- nadie debería querer enfrentar jamás en su vida.

     Fiona debe convivir a diario con sus compañeros de profesión, abogados, fiscales, vistas y demás juicios. Y, además, decidir sobre la vida de Adam y, lo que es más importante pero parece afectarle menos, sobre la suya propia. Sin hijos -nunca encontró el momento oportuno mientras subía peldaño tras peldaño en la escalera que la llevó hasta su magistratura como Defensora del Menor y, cuando quiso darse cuenta y ya ocupaba un gran cargo, era demasiado tarde para ser madre, algo que le comía las entrañas día a día-, se imagina ya anciana, sola y aburrida. Y con muchos miedos. Porque McEwan demuestra ser un genio a la hora de describir los miedos de las personas. Y sus novelas llevan a una carga psicológica enorme que muy pocos autores son capaces de explicar con la maestría con la que lo hace él.

     Fiona debe atender a la eterna pugna entre la razón y la fe; entre el derecho humano a decidir sobre su propia muerte y la obligación del Estado y de su sistema sanitario de procurar a sus ciudadanos el derecho a la vida. ¿Es suficiente una creencia religiosa para decidir morir? ¿Debe el Estado intervenir? ¿Y si, encima, el protagonista es un menor de edad que, legalmente, no puede decidir sobre un asunto tan dramático? Para terminar de poner en un serio aprieto a la jueza, Adam es un chico inteligente, mucho más de lo normal para su edad, escribe unas poesías sublimes y tiene facilidad para aprender en muy poco tiempo a tocar el violín. ¿Debe Fiona dejarle morir? Finalmente -¡ojo!: ¡la siguiente frase contiene un spoiler y no debe ser leída antes que la novela!-, decide denegar la solicitud del chico y sus padres y ordena la transfusión inmediata, amparada en la sección I (a) de la Ley del Menor de 1989, que dice así: Cuando un tribunal se pronuncia sobre cualquier cuestión relativa a la educación de un niño el bienestar del menor será la consideración primordial del juez.

     McEwan explica las posturas encontradas respecto al futuro de Adam de tal manera que el lector, pese a tener una idea previa de lo que decidiría si llegara el caso de enfrentarse a algo así, llega a dudar de si su razonamiento es el más apropiado. Porque Adam sabe que va a morir y, sin embargo, se niega a esa transfusión. Y llega a llamar a Fiona entrometida. ¡Y el lector le entiende! Y llega a desear la muerte de Adam, pese a ser un chico entrañable y con un futuro por delante que todos quisiéramos para nuestros propios hijos. Y eso es, precisamente -la conjunción de posiciones irreconciliables pero igualmente comprensibles y aceptables-, lo que entusiasma de este autor. ¡Y la sentencia que escribe Fiona sobre este caso es de lectura obligatoria!

     De nuevo, la música juega un papel importante en la novela. A Jack le encantan el jazz y el blues. A Fiona, la música clásica. Incluso toca el piano muy bien. Algo parecido ocurría en Chesil Beach. McEwan introduce la música en sus historias. Supongo que piensa que esta le sirve para abrir a sus personajes, para explicar aspectos interesantes de su personalidad. Y yo lo comparto totalmente. Por eso en Almas Suspendidas, mi segunda novela, hay tanta música. Aunque, dependiendo de la temática, no siempre su inclusión es oportuna.

     La ley del menor conmueve, sorprende, intriga, indigna y hace reflexionar sobre los dos temas principales que trata: la eutanasia y las relaciones matrimoniales y extra matrimoniales. Se lee de una sentada -o dos- y deleita y agobia a la vez. Porque el disfrute que se alcanza con su lectura anticipa la angustia del momento de su finalización. Es esa clase de novelas que el lector devora pero que, a la vez, no quisiera que acabara nunca. ¡De lectura obligatoriamente recomendada!