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viernes, 23 de septiembre de 2016

París-Austerlitz. Rafael Chirbes. Anagrama. 2016. Reseña



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     En mayo de 2015, tan solo tres meses antes de dejarnos y tras casi 18 años de idas y venidas --años en los que publicó una gran cantidad de obras diferentes, entre ellas las más conocidas: La caída de Madrid, Los viejos amigosCrematorio o En la orilla--, el valenciano universal Rafael Chirbes dio por terminada la que, por desgracia, se convirtió en su novela póstuma. Resultaría romántico añadir que lo hizo como regalo final para el mundo lector. Pero no fue así. La grave enfermedad --cáncer de pulmón-- que se lo llevó todavía no le había sido detectada. Lo cual, dicho sea de paso, impregna a la obra de un carácter mucho más dramático.

     Porque uno de los protagonistas de París-Austerlitz --nombre de la conocida estación de trenes parisiense--, que responde al nombre de Michel, es un enfermo terminal que agoniza en un hospital de la capital francesa. Allí, aquejado de la plaga --el narrador no informa del nombre de la enfermedad, pero se intuye que puede ser el SIDA (la novela está ambientada a finales de los ochenta o principios de los noventa, siendo presidente de la República François Mitterrand, quien murió, curiosamente, tras una larga enfermedad a causa de un cáncer de próstata)--, agota sus últimas semanas de vida prácticamente solo, abandonado y triste. 

     El narrador de la historia es un joven pintor español que ha renunciado a la lujosa vida familiar en Madrid para buscarse un porvenir en el tan complicado mundo artístico. ¿Qué mejor destino que París? Allí, tras ser echado del piso de alquiler compartido por no poder pagar su parte del alquiler, decide emborracharse antes de decidir su nuevo destino. En uno de tantos café-tabacs conoce a Michel, matricero de una fábrica que le dobla no solo la edad sino también experiencia de vida. Entre ellos se iniciará, muy pronto, una relación pasional que colmará los deseos de ambos desde el principio. El joven español acabará viviendo en el piso de Michel, que se ocupará de él en todo momento.

     Juntos vivirán una historia de amor --si así se le puede llamar, ya que el propio narrador afirma en varias ocasiones no saber realmente lo que es-- que durará casi un año. En ella dominarán las visitas a los cafés, el alcohol, el desenfreno, la urgencia del sexo y el deambular por las frías calles de París en pleno invierno y sin casi dinero para dar rienda suelta a su nivel de vida. Sin embargo, esos tiempos felices, de enamoramientos fáciles, de sexo placentero y sin condiciones, ese fuego que se enciende porque sí y se extingue no se sabe por qué, llega, como suele ocurrir tantas y tantas veces, a su fin.

     De repente, el narrador siente que el hasta entonces deseado cuerpo de Michel comienza a infundirle repulsión; que el hecho de vivir en su casa parece obligarlo a seguir con él pase lo que pase; que necesita un piso con más luz y metros para poder pintar sus cuadros; que el aire que antes respiraban juntos se ha vuelto irrespirable; que el placer se ha transformado en un dolor cada vez más y más difícil de soportar; y que el estilo de vida de su amante no es el que realmente él quiere seguir. Y, claro: decide abandonar el piso e instalarse en uno cercano. Tanto que puede espiar sus movimientos, sus idas y venidas y sus quehaceres diarios. Mientras, el francés lo acusa de no haberse entregado a él en su totalidad ya que siempre había utilizado preservativos en sus relaciones. Algo de lo que se alegra el español, sobre todo teniendo en cuenta la grave enfermedad que ahora lo ha atrapado. Sea como sea, comienza una nueva relación entre ellos. Esta, basada en los celos, los desaires y los reproches. 

     París-Austerlitz es una novela corta (153 páginas), de lenguaje duro, crudo y directo, de estilo narrativo depurado pero muy rápido y que presenta temas secundarios realmente interesantes: una Francia desgarrada por las dos grandes guerras; la violencia padecida por un niño a manos de un padre autoritario, despótico y maltratador; la entrega de una mujer a los invasores como única manera de poder sacar adelante a sus hijos; los reproches de los ex-amantes; y el amor como única vía de salvación posible y también como trampa mortal. 

     Leer esta obra le hace sentir a uno como un turista que está paseando por las calles del París de hace 20 o 30 años, como un voyeurista que está presente en los encuentros sexuales de los protagonistas, como un cuidador de un enfermo terminal cuya degradación física (y psicológica) se hace evidente día a día, como un sociólogo que estudia las diferencias entre dos personas de distintas condiciones sociales y aspiraciones de vida, como un terapeuta que destripa la mente culpable de quien utilizó a una persona durante un tiempo para dejarla en la estacada a las primeras de cambio. En efecto, el narrador parece querer expiar sus pecados, descargar su culpa, soltar un lastre pesado que amenaza con hundirlo por completo.

     En definitiva, esta obra póstuma de Chirbes rompe radicalmente con aquello a lo que su autor nos tenía acostumbrados en sus últimas novelas. Es un drama, una tragedia, que nos conmueve y nos va golpeando página a página, hasta dejarnos noqueados. Porque, ante todo, es una historia extremadamente psicológica, con todo lo que ello conlleva, y reflexiva que le puede ocurrir a cualquiera de nosotros. Y eso es lo que al lector más lo atolondra: tanto Michel como el narrador son personas corrientes, y sus enfoques y mentalidades, precisamente por ser tan diferentes, impiden que se tome partido por uno u otro. Más bien al contrario: nos hacen sufrir por igual. Porque uno va a morir, pero al otro le va a tocar seguir viviendo a pesar de los pesares. Y nosotros nos quedamos con ganas de más...            


miércoles, 21 de septiembre de 2016

El segundo hijo del mercader de sedas. Felipe Romero. Comares. 2011. Reseña





     En apenas 117 años (1492-1609) el otrora reino nazarí de Granada fue conquistado, sometido y aniquilado por completo, no quedando ni rastro de la mayoría de sus pobladores anteriores y sus descendientes. Como explica en una de las páginas de esta novela su autor, Felipe Romero, sus campos quedaron abandonados, el ganado sin pastores, las iglesias sin construirse por falta de alarifes, las fraguas sin herreros, las maderas sin orfebres talladores y las lanas y las sedas sin tejedores y tintoreros. En este contexto, Alonso de Lomellino, segundo hijo del mercader de sedas Esteban de Lomellino, de origen genovés pero afincado en Venecia primero y en Granada después, donde se casó con María de Granada, descendiente de una princesa nazarí, narra en primera persona su azarosa vida.

     Al no tratarse del hijo primogénito, Alonso no pudo dedicarse a mercadear con la seda, trabajo que recayó en su hermano mayor, Jacobo, quien llegaría a ser duque de Venecia. Al segundo hijo le podían esperar dos destinos bien diferenciados: soldado o religioso. Gracias a los contactos de su padre, eludió el arte de las guerras y fue a parar a las órdenes del arzobispo de Granada, Pedro Vaca de Castro, quien consiguió que se le nombrara clérigo en la abadía del Sacromonte, donde habían sido descubiertos los cuerpos martirizados de San Cecilio, uno de los siete varones apostólicos discípulos del apóstol Santiago, y sus seguidores. La aparición de los Libros Plúmbeos, que supuestamente habrían sido revelados por la mismísima vírgen María en árabe para ser divulgados en España, contribuyeron al auge del lugar.

     Sin embargo, todo --el Sacromonte, Granada y definitivamente los moriscos-- cayó en desgracia al descubrirse que los textos encontrados eran una falsificación obra de un escritor morisco de nombre Alonso del Castillo. Así lo decretó, a instancia de la Santa Inquisición, el papa Inocencio XI. El objetivo del falsificador no era otro que reclamar un lugar para el cristianismo árabe dentro del catolicismo ibérico. Así, se intentó sincretizar la cultura islámica con la fe cristiana. Algo que finalmente no llegó a buen puerto.

     ¿Qué tiene que ver todo esto con el protagonista de la novela, Alonso de Lomellino? Pues muy sencillo: Alonso de Castilla fue su maestro, su mentor religioso y también lingüístico, como gran conocedor de la lengua árabe que era. Su caída en desgracia y posterior muerte hicieron mella en su discípulo, quien no pudo hacer frente a la muerte de su maestro. Tan afligido quedó que, por primera vez en su vida, decidió no seguir los designios de su padre, quien, ante la pronta ruina de Granada, decidió regresar, con toda su familia, a tierras italianas.

     Alonso, sin embargo, renunció a todas sus riquezas para quedarse, solo y desamparado, en la ciudad de sus antecesores maternos. En las postrimerías de su vida, más de cincuenta años después de los hechos reseñados, escribe sus memorias. Una memorias en las que narra no solo los sucesos más importantes de su vida sino también la vida cotidiana de la Granada de su época, sus calles, sus elevadas cumbres --con el Veleta y el Mulhacén como testigos visibles de todo cuanto sucede--, sus ríos --Genil y Darro--, sus personajes y oficios, su gran riqueza de expresiones y el progresivo abandono del Generalife y la Alhambra, en cuyo espacio ya dominaba el fastuoso palacio de Carlos V.

     La novela, además, critica con dureza la cristiandad de la época. Y no solo desde el punto de vista de las supersticiones y las creencias, sino desde el que hace referencia a la carrera emprendida por las distintas órdenes religiosas por asentarse en tierras granadinas y construir las más grandes iglesias de la España conquistada. De esta crítica no se libra, ni siquiera, la orden de los carmelitas descalzos, adonde va a parar nuestro protagonista tras la marcha de su familia. Solo el futuro San Juan de la Cruz, compañero de orden de la ya declarada Santa Teresa de Jesús, se libra de los ataques del narrador y protagonista. La veneración del asceta por excelencia por parte de Alonso de Lomellino no conoce fin durante la segunda parte de la obra.

     En un mundo vencido por la hipocresía y las convenciones y las conveniencias sociales, Alonso decidirá siempre lo que su corazón le manda --sin desechar, por supuesto, las enormes dudas que estarán a punto de vencerlo en más de una ocasión--, lo cual habla de su entereza moral. Algo destacable en un contexto en el que la Inquisición campaba a sus anchas por toda Europa. Alonso, en cambio, aboga por la coexistencia de religiones y razas y por un sentido altamente religioso de la existencia humana. Una existencia basada en el amor: a su maestro Alonso, a la niña Aisca, al Perro Amigo y al novicio Alberto.

     La novela nos transporta de manera fidedigna a la Granada de finales del siglo XVI y principios del XVII y a una sociedad en la que la virtud humana era cada vez más difícil de alcanzar. Motivo por el cual el testimonio --ficticio pero construido de manera muy convincente sobre personajes que sí fueron reales-- que nos dejó como legado Felipe Romero es como mínimo digno de alabar. Y es que Alonso de Lomellino siempre aceptó que la única verdad verdadera, como ya rezaban los azulejos de la Alhambra desde años atrás, como prueba fehaciente de la hermandad existente realmente entre ambas religiones, es que La galib ily Allah (Solo Dios es el vencedor).     
             

        

jueves, 15 de septiembre de 2016

El hombre en busca de sentido. Viktor E. Frankl. Herder. Reseña


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     La logoterapia es la tercera escuela vienesa de psicoterapia, tras el psicoanálisis de Sigmund Freud y la psicología individual de Alfred Adler. Desarrollada por el neurólogo y psiquiatra Viktor E. Frankl, este nuevo tipo de psicoterapia se centró en una voluntad de sentido, en oposición a la voluntad de poder de Adler y a la voluntad de placer de Freud. La logoterapia trató de buscar un sentido a la vida de las personas y para ello se basó en tres supuestos filosóficos fundamentales: la libertad de voluntad (antropología: explica que todo hombre es capaz de tomar sus propias decisiones, lo cual lo hace libre para escoger su propio destino y no convertirse en un títere del mismo), la voluntad de sentido (psicoterapia: busca el componente interior humano, que lo aleja del reino animal y vegetal) y el sentido de vida (filosofía: factor que no se pierde pero que puede escapar de la comprensión humana).

     El término fue usado por primera vez por Frankl en 1938, aunque no se desarrolló definitivamente hasta después de la II Guerra Mundial. La concepción final de la logoterapia se vio marcada por la larga estancia de su fundador en diversos campos de concentración nazis. Por supuesto, las diferentes maneras de actuar de sus compañeros de barracones determinaron el desarrollo de la psicoterapia. El hombre en busca de sentido, el ensayo que nos ocupa, nació de esa estadía personal de su autor en los infames campos.

     Considerado uno de los diez libros más influyentes en Estados Unidos, relata vivencias personales y la historia diaria de un campo de concentración vista desde dentro. El texto se divide en tres partes: internamiento en el campo, la vida en el campo y la vida tras la liberación. En la primera de ellas destaca el estado de shock de los recién detenidos y trasladados. La llegada de los vagones a Auschwitz deja a todos atónitos ante lo que a esas alturas ya se había escuchado sobre aquel lugar. La única posesión humana a partir de ese momento es la desnudez.

     La frase central de esta primera parte la toma Frankl de Nietzsche: quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo. Las creencias religiosas, el amor hacia uno o varios seres queridos y el sufrimiento como forma de supervivencia son aspectos claves para seguir adelante en un entorno tan dramático. La apatía como forma de autodefensa para huir de la cruel realidad es otra de las premisas para lograr seguir con vida. Frankl analiza los sueños de los presos, su desnutrición, su falta de apetito sexual y la carencia de valores humanos.

     La segunda parte trata la añoranza sin límites de la familia y la casa, la repugnancia ante todo lo que a uno lo rodea (hielo, fango, excrementos y hasta cadáveres) y la desvalorización de absolutamente todo lo que no tuviera que ver con la mera supervivencia individual. Curiosamente, afirma Frankl que quienes alcanzaron un mayor desarrollo de los planos espiritual y religioso resistieron mejor en el campo, al conseguir aislarse del entorno y refugiarse en su vida anterior, más plena desde el punto de vista intelectual e interior. De ahí que el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. 

     El aprecio de la belleza o del arte, el sentido del humor, la añoranza de la intimidad y la soledad y el crecimiento de la irritabilidad y el recurso a la violencia son otros aspectos que deben ser tenidos en cuenta entre los presos. El autor cita a Dostoievski (solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos) al hacer referencia al punto que hace al hombre un ser libre que elige su destino hasta las últimas consecuencias. Y es que hasta en un campo de concentración puede un hombre mantener su dignidad, sus valores y su generosidad. En este sentido, la fe en el futuro era básica. Así, sin fe no hay futuro posible que no sea la muerte. Incluso las lágrimas no deben avergonzar a los presos, pues testifican su valentía y su valor para sufrir.

     La tercera parte, la que se ocupa de la vida tras la liberación, es la más conmovedora del texto en mi opinión. Lejos de volverse locos de alegría, los presos se despersonalizaban tras relajar la enorme tensión acumulada durante tanto tiempo. Todo les parecía irreal, una ensoñación de la que serían cruelmente despertados en cualquier momento. Incluso, fueron bastantes los que buscaron sacar fuera de sí la violencia tan largamente reprimida, optando por una forma de vida fuera de la legalidad. Frankl habla de deformidad moral, amargura y desilusión. Sobre todo en quienes habían encontrado en sus mujeres e hijos el sentido de su existencia y conocieron la noticia de que estos habían muerto tiempo atrás. Así, el hombre que durante años había creído alcanzar el límite absoluto del sufrimiento humano se encontraba ahora en que este no tiene límites. 

     La conclusión de este ensayo es que la experiencia final de un hombre que vuelve a su hogar es la maravillosa sensación de que, después de todo lo que ha sufrido, ya no hay nada a lo que tenga que temer, excepto a su Dios y que a un hombre le pueden robar todo menos una cosa, la última de las libertades del ser humano: la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias, la elección del propio camino.